Cádiz, ocho menos diez de la noche

Salgo de la facultad, después de escribir una carta de reclamación a un hotel en el que no he estado y que no me ha hecho nada. Son las ocho menos diez de la noche, sí, de la noche, por este odioso horario de invierno que nos deja sin vida a las seis de la tarde.

Está chispeando y hay muy poca gente por las calles. El horizonte está oscuro, moteado por las luces de los coches y de las farolas, que se ven reflejadas en el agua de las aceras.

La gente que no lleva paraguas corre, tapándose con lo que puede. Los que llevan paraguas corren menos pero corren. Todos están deseando llegar a su casa para meterse debajo de una manta. Pobres sombras melancólicas.

Yo soy una sombra melancólica. La lluvia ya me entristece cuando estoy en la soledad de mi habitación, notarla chocar contra mi pequeño paraguas me entristece aún más.

Y sin embargo, no tengo prisa. Faltan treinta minutos para que salga el autobús, y me faltan veinte para llegar a la estación. Camino lentamente, metiendo los pies en charcos invisibles, notando cómo mis zapatos y mis pantalones van pesando más conforme avanzo.

Las tiendas aún siguen abiertas. No hay nadie dentro.

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