miércoles, 23 de mayo de 2012

Relato: El ahogado

Después de caminar durante largo tiempo, mis pasos me llevaron a un gran lago de grises aguas. Dado que hacía mucho tiempo que no comía, me senté en el puente que lo atravesaba, saqué mi caña y esperé pacientemente para ver si la suerte estaba de mi parte y picaba algún pez despistado.

El tiempo pasaba y no hubo resultados. No había ninguna señal en el agua que indicara movimiento. Después de algunas horas apareció otro viajero. A juzgar por su aspecto no era errante como lo era yo, debía tener su casa en los alrededores. Se acercó a mí y me avisó de que no intentar pescar, pues todo intento sería inútil. Dada mi sorpresa por esta afirmación, le pregunté por qué aquel lago no tenía peces, por qué tenía las aguas grises y esa atmósfera de tristeza y melancolía.

Me ofreció alojamiento y comida en su casa y, una vez lleno mi estómago, me contaría la historia del lago, aunque para ello debimos dirigirnos a un palacio de aspecto no menos desalentador. En medio de lo que un día fue el vestíbulo, mi bienhechor empezó su relato.


* * *

Observad estas grises paredes. Donde hoy veis grietas y agujeros, hubo un tiempo en el que colgaban coloridos tapices y adornos dorados. Todo lo que hoy se esconde bajo la penumbra entonces brillaba con luz propia.

Era la época de prosperidad de un Señor que seguro habéis oído mencionar si atendisteis en los caminos. Era un hombre poderoso y rico, con muchas tierras, pero, lejos de ser autoritario y tiránico, compartía cuanto su buen juicio estimaba oportuno. Se preocupaba por sus tierras y por las gentes sencillas que vivían y trabajaban en ellas. Daba descanso a todo aquél que se lo pidiera con educación y un buen motivo. Sus arcas estaban llenas de monedas; sus almacenes, de tesoros; pero el tesoro mayor, el que guardaba con supremo aprecio y cuidado en su alcoba y en su corazón, era su esposa.

Una mujer de larga cabellera negra, morena de piel y ojos marrones, facciones delicadas y delicado caminar. Allá por donde pasara provocaba el respeto, la fascinación y el amor por su figura y su persona, pero a pesar de la magnitud del amor de sus súbditos y conocidos, no era comparable al que su marido le profesaba. Juntos administraban sus tierras, juntos decidían qué hacer con los escasos ladrones y alborotadores, comían juntos y juntos paseaban en coche por sus territorios, entre los que se encontraba el lago donde vos intentasteis pescar.

Viendo que el tiempo pasaba y que su prosperidad no hacía más que aumentar, los Señores decidieron completar sus vidas con el mayor tesoro que cualquiera puede desear: un hijo. Todo el mundo se mostró feliz ante la noticia de que la Señora estaba encinta, compartían la emoción de la pareja y tenían la certeza de que el hijo continuaría con el legado de sus padres. Ese niño representaba la felicidad y la tranquilidad para todos.

El embarazo no perturbó la figura de la Señora, más bien la dotó de una hermosura diferente. Los meses transcurrían de manera aparentemente normal. Pero el adorador esposo, tan bien conocía a su mujer, se dio cuenta de que la sonrisa de su igual cada día se apagaba un ápice, imperceptible a cualquier ojo excepto al suyo. Por más que preguntaba, ella siempre respondía que todo iba bien, mostrando su ya no tan resplandeciente sonrisa.

Cuando por fin llegó el día del alumbramiento, la Señora se apagó del todo. Su delicadeza no pudo soportar la crudeza de un parto. La criatura no llegó a abrir los ojos.

El Señor siguió con su vida cual gallo decapitado, que sigue corriendo hasta que la muerte invade por completo su cuerpo. Era un reflejo de lo que fue, un reflejo gastado e incompleto. En los primeros tiempos mantuvo sus costumbres sin modificar, gestionaba sus tierras como hasta entonces, pero cada vez con menos ánimo y con menos frecuencia.

Las paredes fueron acumulando polvo poco a poco. A pesar de que los sirvientes se esforzaban por mantener su rutina habitual, notaban la falta de un amo que les dijera qué hacer con la firmeza de otros tiempos. Cada vez entraban menos riquezas. Se dieron cuenta de que ya nada volvería a ser como antes, y poco a poco fueron abandonando el palacio para cambiar de amo. Querían un señor que les ofreciera algo más que la turbia realidad en la que se había convertido la vida en aquel lugar.

Los habitantes de sus tierras entraban a placer. Se aprovechaban de que cada vez hubiera menos sirvientes y vigilancia para coger aquello que consideraban equivalente al sueldo que ya no recibían. Por el recuerdo de la grandeza pasaba dejaban atrás riquezas que tenían al alcance de la mano y que nadie hubiera reclamado.

Los paseos en coche se volvieron semanales, quincenales, mensuales. Se convirtieron en la única ocasión en que el Señor salía de su decadente palacio. Los ingratos y malhechores sin moral ni compasión, que los hubo y los hay, juzgaron a bien acabar con tan triste existencia y, como añadido, quedarse con lo poco que aún quedaba en el palacio, donde ya hacía tiempo que no entraban nuevas riquezas.

Cuando el coche pasó por el puente en el que os sentasteis, un coche irreconocible y maltrecho como los caballos que tiraban de él, sin lujos ni acompañantes más allá del único sirviente que quedaba, los asaltantes lo pararon y cortaron las cuerdas para que los animales huyeran, como hizo también el pobre hombre que los guiaba. Luego entraron en el compartimento.

Tal fue la impresión que les causó la vista que decidieron no molestarse en atravesar al hombre con sus espadas, ni siquiera había necesidad de que éstas le rozaran. Allí estaba el Señor, apoyado en un cojín desfigurado, casi sin color y con los huesos marcados bajo los ropajes harapientos. Ni siquiera gritó al ver a hombres armados.

Dado que la pérdida no sería grande, decidieron arrojarlo a él y a su coche por el puente, al lago, para acabar con tan precaria existencia. Debieron sentir que le hacían bien. Se cuenta que uno de los maleantes, el que tiraba del coche por uno de los laterales y que podía verle la cara al Señor, quiso distinguir una amarga sonrisa de gastada felicidad.

Esta es la razón por la que os dije que no pescarais en aquél lago. Como ocurrió con este lugar, la vida del lago se apagó poco a poco cuando los peces recibieron el cuerpo del gran Señor. Ante esta triste historia y temiendo que ellos también se apagaran, las gentes abandonaron estas tierras y se desplazaron a un nuevo lugar, y es allí donde habéis comido hoy.

* * *

Ya era tarde cuando terminó el relato. Para volver rápidamente al pueblo teníamos que atravesar el puente, que había cobrado nuevo sentido. No puedo distinguir si fue a causa del sentimiento que se había despertado en mí o si realmente ocurrió, pero cuando estábamos por la mitad creí escuchar un lamento roto.

Puede que el ahogado aún vague por el lago, sus dominios. Puede que aún recuerde el tiempo en que su existencia estuvo completa. Puede que aún se lamente por sus desgracias, o por su única desgracia: la de perder la luz que le guiaba en el oscuro sendero que es la vida. Recordar le causa dolor, ya esos tiempos no volverán. Pero no deja entrar a nadie en su lago. Él sólo vaga y recuerda.

2 comentarios:

Invitado dijo...

Perdone mi ignorancia: ¿y cuál es la moraleja de la historia? o.O

gadi dijo...

No escribí la historia con ninguna moraleja en mente. Simplemente fue una historia que se me pasó por la cabeza y la escribí. Gracias por leerla y comentar :)

Publicar un comentario

Si no tienes cuenta en ninguno de los servicios, usa Nombre/URL. A ser posible, evita la opción Anónimo.

 
Related Posts with Thumbnails