Después de caminar durante largo tiempo, mis pasos me llevaron a un gran lago de grises aguas. Dado que hacía mucho tiempo que no comía, me senté en el puente que lo atravesaba, saqué mi caña y esperé pacientemente para ver si la suerte estaba de mi parte y picaba algún pez despistado.
El tiempo pasaba y no hubo resultados. No había ninguna señal en el agua que indicara movimiento. Después de algunas horas apareció otro viajero. A juzgar por su aspecto no era errante como lo era yo, debía tener su casa en los alrededores. Se acercó a mí y me avisó de que no intentar pescar, pues todo intento sería inútil. Dada mi sorpresa por esta afirmación, le pregunté por qué aquel lago no tenía peces, por qué tenía las aguas grises y esa atmósfera de tristeza y melancolía.
Me ofreció alojamiento y comida en su casa y, una vez lleno mi estómago, me contaría la historia del lago, aunque para ello debimos dirigirnos a un palacio de aspecto no menos desalentador. En medio de lo que un día fue el vestíbulo, mi bienhechor empezó su relato.